En el discurso pedagógico hay un
lugar común. Tarea de titanes, desarraigarlo. Es el aborrecimiento a la
memorización. Se la juzga "reaccionaria" y "arcaica”. La
realidad, sin embargo, demuestra que cada individuo es -además de carne y
hueso- "memoria". Cuando la perdemos ha comenzado la declinación. En
la curva final, está el alzheimer. En ese caso ya el individuo olvida hasta su nombre.
Ante una prueba o un examen –se
sabe- es sustantiva. Dicho de otro modo los conocimientos, valores y
destrezas deben retenerse y practicarse. Lo importante es evitar el
olvido. Nuestro nombre y domicilio es lo primero que la madre
enseña. El retoño aprende esos datos, es decir, los asimila. Dicho de otro modo, los “memoriza". Esto vale también para el nùmero telefónico y de la cuenta corriente...
¿Acaso saber no es recordar? Sin embargo, el sólo oír el
vocablo "memorización" produce náuseas a educadores bisoños y a
alumnos perezosos. Lo censurable, obvio, es la memorización mecánica,
dicho de otro modo, repetir sin "son ni ton". No se promueve lo
que se podría denominar “papagayismo”. Paso previo es el comprender. Lo antecede la audición y la lectura.
Si en el aula algo se enseña es para
incorporarlo y no para -en función de la amnesia estudiantil- olvidarlo. En el
contexto de la campaña contra la “memoria” quizás esté el abandono del
aprendizaje de poesías. Tal tarea la vigoriza junto con perfeccionar la
dicción y generar desplante. Es otra víctima que deja en su ruta una
Reforma fracasada. Con sus arquitectos light ¿qué más se podría esperar?
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