En la década del 70 Jean B. Bokassa se convierte en Presidente de la República Centroafricana. Ejerce la dictadura y, a poco andar, se proclama emperador. La ceremonia es una mezcla de mascarada y dispendio. Este pacotillero émulo de Napoleón -entre la corona de oro macizo, la capa de armiño y los banquetes para un centenar de invitados VIPs- se gasta la mitad del erario. Ello contrasta con un país cuya población es indigente y, en grado de miseria, supera a Haití. El fenómeno permite convertir esta tragicómica ceremonia en paradigma de cómo las elites se deleitan dando la espalda a sus pueblos.
Nuestra América -antes de Bokassa- ha vivenciado el dicho síndrome. No solo por la abismal desigualdad entre pobres y acaudalados, sino porque el mismo Estado, en su afán de maquillarse de "moderno", imita a Europa en la exterioridad. Esto no es de ahora, sino una constante. Capitales cuyo centro rebosa de edificaciones suntuosas, orquesta sinfónica y elenco de ballet, pompa de cancillería y palacios donde funciona el Parlamento y la Corte Suprema de Justicia... En suma, puro estuco y a pocas cuadras la pobreza y la desesperanza, el anillo periférico donde imperan el pauperismo, la vivienda precaria con hacinamiento el delito y la droga.
Los muertos de Antuco |
Hace diez años una sesentena de conscriptos de madrugada inician marcha de madrugada y son atrapados por una nevazón. Muere medio centenar de esa tropa integrada por hijos de nuestro pueblo campesino. Con desayuno magro y vestuario de primavera marchan de un punto a otro desde el volcán Antuco hasta un refugio. La lluvia blanca los congela. Es uno de las mayores catástrofes que afectan a nuestras FFAA. En estos días se conmemoró el 10ª aniversario del doloroso hecho. Es imposible -como se manifiesta- no reseñar el significado del síndrome de Bokassa.
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