Al finalizar 1994 comienza la euforia de los
“copiones” mapochinos por la experiencia escolar española. En la Península se
vive, a horcajadas de la Transición, el
destape. La democracia se expresa en quemazones del pabellón patrio y la histeria de los particularismos
regionales.
Eso de “España una, grande y libre” se juzga una antigualla, se acentúa el terror de la ETA y el afán por la “modernidad”
envuelve a la sociedad española. En ese contexto nos visita, en el Ministerio
de Educación, donde me desempeño como asesor, una “experta” catalana y catedrática. Según recuerdo,
auspiciada por el Banco Mundial.
Dicta una conferencia sobre
la reforma educativa ibérica ante funcionarios de esa Cartera. Lo que motiva
esta breve crónica es el cierre de su disertación. Muy segura de sí misma
manifiesta: “les agradezco la atención prestada. Sin embargo, pido disculpas
por no usar el idioma del país, sino el castellano”.
Quizás por fatiga
nadie repara en el disparate. Constituyo la excepción. Me pongo de pie y
expreso: “Discúlpe la colega española, pero aquí el idioma nacional es el
castellano. Me avalan Gabriela Mistral, Pablo Neruda y 15 millones de paisanos”.
El silencio que se produce se cortaba con tijera. Lo altera sólo la
invitación a un cóctel.
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