“Si es chileno es bueno” reza una
consigna. Sin embargo, en el reality show cotidiano se prefiere lo
importado, porque lo criollo se estima inferior. El proceso comienza en la escuela básica cuando se pasa lista y la
maestra se detiene embobada ante un apellido europeo. En medio del silencio
reverente consulta al alumno “¿de qué país es originario?” y “¿cómo
se pronuncia?” . De inmediato se le
confiriere a quien es retoño de euroinmigrantes –como se dice ahora- un “plus” que lo hace superior al resto. Aquella
obligada liturgia es el rito de iniciación del eurocentrismo. El criollaje en
su afán arribista entonces se engringa vía nombre y eso explica el torrente de
Jonathan y de Karen...
Un médico con apellido europeo
registra éxito per se. En aula una bibliografía erizada de títulos
franceses, ingleses y alemanes es juzgada superior a otra que indica obras de
autores españoles e hispanoamericanos. “Facha” agringada abre puertas. Al
contrario, estampa mestiza las cierra.
El morenoide debe demostrar competencia mientras al gringo se le supone apto.
Ese status adscrito le da mayor puntaje para ocupar cualquier cargo.
Ello es casi horripilante en el ámbito de las funciones secretariales. Allí los
concursos exigen “buena presencia”. En virtud de la campaña contra la
discriminación consulto ¿acaso no es discriminatorio ese “requisito”?
Esta “cocalización” es aplastante. Tanto que en las
Universidades y colegios –no ahora, sino desde siempre- se enseña como Historia
Universal lo que es Historia de Europa. Ello es eco académico de una sociedad
que vive de rodillas ante lo europeo. Acto seguido en virtud de ese mismo
arribismo se proclama: “Chile es una república europea a diferencia de
países aindiados como Bolivia o Perú”. Se evita, cuidadosamente, en el
truco, la comparación con Argentina. De allí nace nuestro etnocentrismo
que –oh, paradoja- es autodenigratorio
y favorece el aislamiento, desdeña la
integracion y aplaude las alianzas con megapotencias. En esencia pura chatura
servil.
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