
Iberoamérica –tal cual hoy la conocemos- con todas sus cualidades y defectos es producto del choque entre la Península y el Nuevo Mundo. Aquí ingresan los conquistadores y exploradores que bajan de carabelas y galeones. No son turistas ni circunstanciales mercaderes. Vienen y para quedarse. Convierten el gigantesco espacio en domicilio. No traen familia, son célibes y ajenos a los prejuicios raciales. Generan una tromba demótica: los mestizos. Como son el grupo dominante privan a las tribus de las muchachas. En ellas engendran estos “terceros en discordia”. Son los “hijos de la mezcla”, según feliz expresión de Rubén Blades.
Los intereses forasteros, la arcaica leyenda negra y la sensiblería juvenil favorecen este marbete –“pueblos originarios”- que es mendaz. Ello porque en esta América –de Tierra del Fuego a Alaska- no es fácil establecer quien primero se radica. Cazadores siberianos, canoeros polinesios o maories australásicos serían el abolengo de las heterogéneas colectividades indígenas con las cuales, de modo gradual irán entrando en contacto -bélico o pacífico- el otro pueblo originario –hispanos y lusitanos- que también plasma nuestro ser nacional. Ello sin olvidar el contingente de afronegros.
Nuestro sello es la mixtura. Los iberos ostentan vocación de mestizaje. A los pocos años de fundado Santiago de Chile, narra un cronista, “la quietud de la

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