Todo alumno escucha del docente: “en mi clase hay que tomar apuntes”. Se
refuerza el instructivo con dos mentiras piadosas: “la materia no está en
ningún libro” y “deben acostumbrase porque así es en la Universidad”.
Algunos oyen esas advertencias ayer en 1o. de Humanidades y ahora en el VI Básico. De allí en adelante el
bolígrafo es el fiel camarada. No bien el docente saluda los estudiantes, como
espadachines, están prestos con el lápiz-pasta y el cuaderno. En el aula convertida
en locutorio se escucha la voz del educador y el rasguño de 40 “bics” sobre
blancas páginas. No se ha inventado mejor estrategia que ésta para mantener un
curso ordenado.
No se “dicta” –eso jamás, sería
mal visto- sino que se explica un tema.
La martingala es que se hizo la advertencia aquella. Pacto entre quien enseña y
quienes aprenden reside en lo siguiente: las “preguntas” de la prueba se
“sacan” de esas anotaciones. El diálogo
no funciona e impera el monólogo. La clase continúa siendo frontal. Jamás se
visualizan rostros inquietos y ojos vivaces, tampoco –salvo excepciones- se
formulan preguntas o alcances. Lo frecuente: apenas, el educador habla
–obedeciendo a un reflejo condicionado-
40 adolescentes bajan la cabeza
y escriben.

La Reforma insiste en la metódica
de los talleres, los paneles o los foros. La representante de la UTP -desde su oficina, como eco- lo reitera.
Suele añadir, ante cualquier escepticismo, “aun es insuficiente la motivación”.
Como eso de la “motivación” se juzga envejecido hoy usa “reencantamiento”. Sin
embargo, más allá de la magia se continúa con la arcaica estrategia descrita
para que “no se desordene el ganado”. No hay vuelta porque el docente ingresa
al aula castrado de facultades disciplinarias. Esa misma Reforma que lo exhorta
a modernizarse lo priva de prerrogativas que permitan lograrlo. El salvavida: los
“apuntes”.
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