La noticia es una pedrada en el rostro. Obliga a detener la marcha. Se evocan las Coplas de Jorge Manríque. La tristeza invade el alma. Queremos omitir la penosa información. Recordar sólo aquello hermoso de una existencia finalizada. Imposible olvidar aquella amistad súbita y que iluminara por medio siglo. Se enciende en el antiguo caserón de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Allí entre Derecho y Filosofía y Letras un puñado de mochileros chilenos somos recibidos como príncipes. Comienza la ardiente década de los 60. El cielo estaba allí y con sólo subir a una banqueta podíamos acercarlo al corazón. Maravilla aquella de los veintiañeros de entonces que imaginamos la parusía a la vuelta de la esquina.
.
Entre esos sanmarquinos hacía cabeza el bondadoso Alfredo cuyo deceso se llora sin lágrimas. Nuestra peruanofilia y, en general, el sincero iberoamericanismo exhibido como bandera de combate se debe -entre otros factores- a ese afecto sin sombra que nos brinda el fallecido. En momentos -de cualquier tipo, los fallidos y los exitosos- sabíamos que en Lima estaba abierta la puerta de su oficina y de su hogar, siempre la diestra extendida, la sonrisa amable, el chascarro grato, la mesa puesta. Ahora nos abandona. Este peruano egregio marcha rumbo a la República del Más Allá. Confiere prestigio a su país y deja honda huella de afecto en Chile. Hoy -a orilla del Mapocho- el tricolor se enluta, agita e inclina. Un homenaje el nuestro tan sincero como distante de lo meramente protocolar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario