En el otoño del 2008 hice un curso de literatura latinoamericana en la Universidad de Chicago. Llegaba a mi clase a las dos de la tarde en punto y todos mis alumnos norteamericanos, peruanos, chilenos, chinos, estaban sentados alrededor de una gran mesa con sus libros y sus papeles al frente. Cuando preguntaba por las lecturas que había recomendado, casi todos habían leído más: el libro en cuestión, las críticas que habían conseguido encontrar, algún libro relacionado.
Regresé a Chile y el entonces rector de una U me pidió que diera un curso en diez lecciones sobre el Quijote. Entraba a mi clase a la hora en punto y sólo encontraba al rector, que había decidido seguirla. Dos o tres minutos más tarde, los alumnos empezaban a llegar con caras de cansados, de aburridos, comiéndose un plátano, arrastrando bolsones. Era un desfile que duraba alrededor de diez o quince minutos y que yo observaba con asombro y tristeza.
Tristeza por ellos. Les preguntaba si habían leído los dos o tres capítulos que les había encargado de Cervantes o de Américo Castro. Muchos respondían que “no habían tenido tiempo”. Estaban en las protestas “contra el sistema”, No es que vinieran de familias pobres, pero hacían ostentación de una pobreza de espíritu extraordinaria. Les conversé sobre el tema con la intención de inquietarlos, de despertar inquietud, curiosidad. Me atrevo a pensar que fue poco lo conseguido.
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Publicado en diario La Segunda, O3.10.2014
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