por Octavio Paz
La figura de Cortés provoca juicios antagónicos. De Bernal Díaz del Castillo a Francisco López de Gómara hasta los historiadores y biógrafos que los han sucedido -durante cuatro siglos- nadie escapa a una fascinación que va de la idolatría al aborrecimiento. El hombre no fue menos complejo y diverso que las interpretaciones que suscita. Su mocedad es una novela de aventuras a ratos heroica y otras picaresca. La conquista de México evoca las empresas de Julio César en las Galias o de Babur en el Indostán. El parecido se acentúa porque como ellos, es un escritor notable y sus “Cartas de Relación” soportan airosas compararse con “Comentarios de la Guerra de las Galias” y con las ”Memorias” del conquistador de la India. Su voracidad sexual le pareció a Prescott, que lo admiraba, la de un semental. La crueldad y la perfidia propia de algunas de sus acciones –la matanza de Cholula y la ejecución de Cuauhtemoc- evocan los actos de esos príncipes inescrupulosos y espléndidos del Renacimiento como Borgia o Malatesta. Las ingratitudes y desaires que padeciera al regresar a España habrían merecido un soneto de Quevedo. Los amores de Cortés con Marina recuerdan otros en que se mezcla la ambición política con la pasión erótica como los de Marco Antonio y Cleopatra.
Su biografía es un fragmento de la Historia de la Edad Moderna. Suele parecer una epopeya fantástica. El sitio de Tenochtitlán y el heroísmo de asediados y asediadores equivale a Troya. Al mismo tiempo, la significación filosófica del choque de dos civilizaciones hacen pensar no tanto en Homero, sino en Gibbon o en Hegel: Cortés ante Moctezuma es Alejandro ante Darío. Su diplomacia y sagacidad al unir a las naciones indias contra el opresor Estado azteca parecen inspirados en las máximas de Maquiavelo. No obstante, Cortés es renacentista por un costado y por el otro es rezago medieval. Siempre fiel vasallo y creyente fervoroso. Esto lo distingue de otros capitanes incrédulos como Condé y Bonaparte. Militar, político, diplomático, aventurero, ávido de oro y de mujeres, devoto católico. Como si fuera poco explorador osado y laborioso fundador de ciudades. No es fácil amarlo, pero es imposible no admirarlo.
Su figura soporta los juicios y prejuicios, comparaciones de diverso tipo, controversias ardorosas. Además es un mito. A diferencia de los personajes históricos complejos y ambiguos como la realidad misma, los mitos son simples y unívocos. De ahí que las pasiones que generan son fervientes y feroces. El mito cortesiano es mexicano y es obscuro y negativo. Por lo primero es incomprensible para el extranjero y por lo segundo se asemeja a una herida enconada. Cortés es el emblema de la Conquista: no como un fenómeno que al enfrentar a dos mundos, los une, sino como la imagen de una penetración violenta y de una usurpación astuta y bárbara. Con la conquista –rapacidad, doblez, sadismo- comienza la opresión y la injusticia. En la peculiar lógica del mito, hecha de oposiciones simétricas, la Conquista simboliza el comienzo de la dominación y la Independencia, el principio de la libertad. Así la función del mito de Cortés es ideológica. Mejor dicho aun, es la pieza maestra de un teatro mitológico.
En sus orígenes el mito es inglés, francés y holandés. Pertenece al periodo de la expansión europea y a la querella entre los imperios del Viejo Mundo coaligados contra España. Al comenzar el siglo XIX nuestros ideólogos lo reelaboran e insertan en México. Primero es un arma de la emancipación y, al promediar esa centuria, se emplea como ariete en la tarea de demolición del viejo orden católico conservador. Por una curiosa transposición ideológica, se visualiza a la Independencia como la fuente de la nacionalidad mexicana afirmación desde ya discutible. Peor, aun se le presenta como un retorno a la situación anterior a la Conquista. México recuperaba su soberanía demolida por Cortés. Cuauhtemoc se habría asombrado de encontrar aliados en los biznietos del mismo Cortés. Descendientes de sangre y más que eso de cultura porque quienes asumen como propias las tesis del liberalismo pertenecían a la tradición occidental que pasa de la Península al Nuevo Mundo.
Durante el siglo XX el mito se acentúa. El indigenismo y la arqueología lo fortifican. Villa y Zapata, aunque mestizos, se exhiben esgrimiendo banderola aztequista. Sobre muros de un edificio Diego Rivera pinta a Cortés como un esperpento. Se trata de una caricatura mezquina que revela una admiración que se avergüenza de sí misma y manifesta rencor. Con mayor energía se presenta la condición negativa del mito en Orozco. La pintura está en el Colegio de San Ildelfonso. Es de comienzo del siglo XVIII . Haber ocupado ese sitio para esa obra expresionista es una incongruencia estética. Sin embargo, hay algo más: la pintura presenta a Cortés y a Marina, apodada Malinche, desnudos, las manos entrelazadas y una suerte de quietud propia del Paraíso. Son la versión criolla de Adán y Eva, pero a los pies hay una nota trágica: el cadáver de un indígena. Hay pues un aroma de fecundidad ensamblado con una nota de letal brutalismo. Es notoria una grandeza sombría. Se registra un enigma sórdido que nutre nuestro complejo de inferioridad.
Llamo trágica el mural de Orozco porque la esencia de la tragedia consiste en presentar oposiciones que son irreductibles, salvo por el aniquilamiento de uno de los términos. En el mito la aniquilación de uno de ellos que es el indio muerto no resuelve el conflicto, sino lo aviva y agrava. La aniquilación del otro término simbolizado por Cortés implica convertir al Padre en Violador, al Fundador en Usurpador, al Héroe en Genocida. La conversión de Cortés en Satán tampoco pone fin al conflicto. El mito, según se desprende del fresco orozquiano supone una contradicción insoluble: al lecho nupcial se añade no una cuna, sino una tumba. Hay un conflicto desgarrador sin desenlace, una herida sin cicatrizar, una reyerta a lo Pirro.
El carácter ideológico del mito es evidente: fue arma de combate de un partido. Se trata de una riña del ayer. Hoy, pelea entre fantasmas. Aparte de su irrealidad, el mito es nocivo porque en lugar de unir, divide. Su función es exactamente contraria a la del Cid que fue también un mito. Sin embargo, Rodrigo Díaz une a los españoles, Cortés divide a los mexicanos, envenena almas y alimenta rencores anacrónicos y absurdos. El odio a Cortés no es ni siquiera odio a España, sino odio a nosotros mismos. El mito impide vernos en nuestro pasado y, sobre todo, bloquea la reconciliación de México con su otra mitad. El mito nace de la ideología –ideología para colmo ajena- y sólo la crítica a esa ideología podrá disiparlo. El conquistador debe ser restituido al sitio a que pertenece con toda su grandeza y todos sus defectos: a la Historia. Así dejará de ser un mito antihistórico y se convertirá en un personaje histórico, es decir, humano. Entonces los mexicanos podremos vernos a nosotros mismos con mirada clara, generosa y serena. Se trata de una cura moral y deben emprenderla los herederos directos de los usuario del mito, es decir, nuestra intelectualidad y clase política. De allí que la crítica propuesta debe comenzar con una autocrítica. Exorcizando a Cortés se asoma la genuina liberación.
(*) Este artículo se publica en 1985 con motivo del 500º aniversario del natalicio de Hernán Cortés (Medellín, Extremadura 1485). CEDECH juzga conveniente redifundirlo porque constituye un alegato contra la leyenda negra antiespañola esgrimida hoy con fuerza por el contranacional indigenismo. El autor –figura patricia de la inteligencia iberoamericana- es uno de los Premios Nobel de Literatura que enaltecen a nuestra América.
La figura de Cortés provoca juicios antagónicos. De Bernal Díaz del Castillo a Francisco López de Gómara hasta los historiadores y biógrafos que los han sucedido -durante cuatro siglos- nadie escapa a una fascinación que va de la idolatría al aborrecimiento. El hombre no fue menos complejo y diverso que las interpretaciones que suscita. Su mocedad es una novela de aventuras a ratos heroica y otras picaresca. La conquista de México evoca las empresas de Julio César en las Galias o de Babur en el Indostán. El parecido se acentúa porque como ellos, es un escritor notable y sus “Cartas de Relación” soportan airosas compararse con “Comentarios de la Guerra de las Galias” y con las ”Memorias” del conquistador de la India. Su voracidad sexual le pareció a Prescott, que lo admiraba, la de un semental. La crueldad y la perfidia propia de algunas de sus acciones –la matanza de Cholula y la ejecución de Cuauhtemoc- evocan los actos de esos príncipes inescrupulosos y espléndidos del Renacimiento como Borgia o Malatesta. Las ingratitudes y desaires que padeciera al regresar a España habrían merecido un soneto de Quevedo. Los amores de Cortés con Marina recuerdan otros en que se mezcla la ambición política con la pasión erótica como los de Marco Antonio y Cleopatra.
Su biografía es un fragmento de la Historia de la Edad Moderna. Suele parecer una epopeya fantástica. El sitio de Tenochtitlán y el heroísmo de asediados y asediadores equivale a Troya. Al mismo tiempo, la significación filosófica del choque de dos civilizaciones hacen pensar no tanto en Homero, sino en Gibbon o en Hegel: Cortés ante Moctezuma es Alejandro ante Darío. Su diplomacia y sagacidad al unir a las naciones indias contra el opresor Estado azteca parecen inspirados en las máximas de Maquiavelo. No obstante, Cortés es renacentista por un costado y por el otro es rezago medieval. Siempre fiel vasallo y creyente fervoroso. Esto lo distingue de otros capitanes incrédulos como Condé y Bonaparte. Militar, político, diplomático, aventurero, ávido de oro y de mujeres, devoto católico. Como si fuera poco explorador osado y laborioso fundador de ciudades. No es fácil amarlo, pero es imposible no admirarlo.
Su figura soporta los juicios y prejuicios, comparaciones de diverso tipo, controversias ardorosas. Además es un mito. A diferencia de los personajes históricos complejos y ambiguos como la realidad misma, los mitos son simples y unívocos. De ahí que las pasiones que generan son fervientes y feroces. El mito cortesiano es mexicano y es obscuro y negativo. Por lo primero es incomprensible para el extranjero y por lo segundo se asemeja a una herida enconada. Cortés es el emblema de la Conquista: no como un fenómeno que al enfrentar a dos mundos, los une, sino como la imagen de una penetración violenta y de una usurpación astuta y bárbara. Con la conquista –rapacidad, doblez, sadismo- comienza la opresión y la injusticia. En la peculiar lógica del mito, hecha de oposiciones simétricas, la Conquista simboliza el comienzo de la dominación y la Independencia, el principio de la libertad. Así la función del mito de Cortés es ideológica. Mejor dicho aun, es la pieza maestra de un teatro mitológico.
En sus orígenes el mito es inglés, francés y holandés. Pertenece al periodo de la expansión europea y a la querella entre los imperios del Viejo Mundo coaligados contra España. Al comenzar el siglo XIX nuestros ideólogos lo reelaboran e insertan en México. Primero es un arma de la emancipación y, al promediar esa centuria, se emplea como ariete en la tarea de demolición del viejo orden católico conservador. Por una curiosa transposición ideológica, se visualiza a la Independencia como la fuente de la nacionalidad mexicana afirmación desde ya discutible. Peor, aun se le presenta como un retorno a la situación anterior a la Conquista. México recuperaba su soberanía demolida por Cortés. Cuauhtemoc se habría asombrado de encontrar aliados en los biznietos del mismo Cortés. Descendientes de sangre y más que eso de cultura porque quienes asumen como propias las tesis del liberalismo pertenecían a la tradición occidental que pasa de la Península al Nuevo Mundo.
Durante el siglo XX el mito se acentúa. El indigenismo y la arqueología lo fortifican. Villa y Zapata, aunque mestizos, se exhiben esgrimiendo banderola aztequista. Sobre muros de un edificio Diego Rivera pinta a Cortés como un esperpento. Se trata de una caricatura mezquina que revela una admiración que se avergüenza de sí misma y manifesta rencor. Con mayor energía se presenta la condición negativa del mito en Orozco. La pintura está en el Colegio de San Ildelfonso. Es de comienzo del siglo XVIII . Haber ocupado ese sitio para esa obra expresionista es una incongruencia estética. Sin embargo, hay algo más: la pintura presenta a Cortés y a Marina, apodada Malinche, desnudos, las manos entrelazadas y una suerte de quietud propia del Paraíso. Son la versión criolla de Adán y Eva, pero a los pies hay una nota trágica: el cadáver de un indígena. Hay pues un aroma de fecundidad ensamblado con una nota de letal brutalismo. Es notoria una grandeza sombría. Se registra un enigma sórdido que nutre nuestro complejo de inferioridad.
Llamo trágica el mural de Orozco porque la esencia de la tragedia consiste en presentar oposiciones que son irreductibles, salvo por el aniquilamiento de uno de los términos. En el mito la aniquilación de uno de ellos que es el indio muerto no resuelve el conflicto, sino lo aviva y agrava. La aniquilación del otro término simbolizado por Cortés implica convertir al Padre en Violador, al Fundador en Usurpador, al Héroe en Genocida. La conversión de Cortés en Satán tampoco pone fin al conflicto. El mito, según se desprende del fresco orozquiano supone una contradicción insoluble: al lecho nupcial se añade no una cuna, sino una tumba. Hay un conflicto desgarrador sin desenlace, una herida sin cicatrizar, una reyerta a lo Pirro.
El carácter ideológico del mito es evidente: fue arma de combate de un partido. Se trata de una riña del ayer. Hoy, pelea entre fantasmas. Aparte de su irrealidad, el mito es nocivo porque en lugar de unir, divide. Su función es exactamente contraria a la del Cid que fue también un mito. Sin embargo, Rodrigo Díaz une a los españoles, Cortés divide a los mexicanos, envenena almas y alimenta rencores anacrónicos y absurdos. El odio a Cortés no es ni siquiera odio a España, sino odio a nosotros mismos. El mito impide vernos en nuestro pasado y, sobre todo, bloquea la reconciliación de México con su otra mitad. El mito nace de la ideología –ideología para colmo ajena- y sólo la crítica a esa ideología podrá disiparlo. El conquistador debe ser restituido al sitio a que pertenece con toda su grandeza y todos sus defectos: a la Historia. Así dejará de ser un mito antihistórico y se convertirá en un personaje histórico, es decir, humano. Entonces los mexicanos podremos vernos a nosotros mismos con mirada clara, generosa y serena. Se trata de una cura moral y deben emprenderla los herederos directos de los usuario del mito, es decir, nuestra intelectualidad y clase política. De allí que la crítica propuesta debe comenzar con una autocrítica. Exorcizando a Cortés se asoma la genuina liberación.
(*) Este artículo se publica en 1985 con motivo del 500º aniversario del natalicio de Hernán Cortés (Medellín, Extremadura 1485). CEDECH juzga conveniente redifundirlo porque constituye un alegato contra la leyenda negra antiespañola esgrimida hoy con fuerza por el contranacional indigenismo. El autor –figura patricia de la inteligencia iberoamericana- es uno de los Premios Nobel de Literatura que enaltecen a nuestra América.
Republicamos este texto como homenaje al centenario del ilustre maestro Paz (1914-2014).
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