No cabe duda su patria
es Santiago de la Nueva Extremadura. Aquí al anochecer aparecen las cocinas
ambulantes que lo ofrecen. Se consume de pie y mata el hambre acumulada. Su
nombre acusa el mestizaje que es nuestra tónica. “Sanguche” es la expresión
criolla del british “sandwich” y potito es palabra quechua que igual designa
una redondeada vasija chichera que un par de glúteos protuberantes.
Testimonios orales
explican que su materia prima, en el origen, es el orificio anal del bovino o
el cerdo y la tripa anexa. Posteriormente se recurre a las guatitas que, en
España, son cayos y, en Argentina,
mondongo. Se usó la tortilla de rescoldo, pero la urgencia hizo ya
oficial la marraqueta. Aun más, en la paila donde hierven esas carnes, como
motivación, hay una longaniza. Mero recurso para estimular a la clientela.
Junto con el carrito que
frie sopaipillas y las expende con pebre, en verano figura el puesto de mote con
huesillo. En la oscuridad -a nivel ambulatorio- está quien transita vendiendo
hallulla fresca y huevos duros. Sin embargo, el sanguche de potito de
modo nocturno se comercializa, con frecuencia, cerca de los estadios.
Obvio, el aderezo es el ají porque "picantes" son los clientes.
Esquivando a la policía
sanitaria, como rezago del ayer, está la mesita plegable con el azafate
humeante. Al centro, la “longa” y el picadillo de "potitos" o su
sustituto "guatitas". En la penumbra refulgen las llamas del fogón,
ayer de carbón vegetal y hoy de gas licuado. Entre el resplandor del fuego y
las tinieblas de la noche el vendedor -siempre un panzón curtido en el oficio-
ocupa un sitial en nuestro folklore.
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