El debate pedagógico conlleva
un error: identifica “educación” con “escuela”. Se alude a la educación e ipso facto es
asociada con la pizarra y los bancos junto con un docente que “habla” y -a
veces- “grita”. Es como hacer sinónimo “religión” e “Iglesia”. Lo educativo
es fenómeno amplio que cubre de la cuna
a la tumba. La escolaridad es apenas un lapso de esa potente irradiación que
equipa al individuo de destrezas y nutre de valores. Sin embargo, para no caer
en la trampa de la “beatería pedagogizante” esclarezcamos que también lo
capacita en contraconductas y difunde disvalores. En esta esfera figura la TV.
El otro error es asignar a lo escolar un
influjo sobredimensionado. Lo analizo en mi “Libro negro de nuestra educación”.
El educador sería un alquimista que, con la piedra filosofal, dispone de la
facultad de mutar el plomo en oro. Se le juzga orfebre y alfarero. Pule el diamante en bruto y transforma el lodo en cántaro. Nada más ilusorio. Su
influjo es reducido por tres factores. Uno, la familia esquiva su rol docente.
Otro, sobre el alumno gravitan factores educativos ajenos –y a veces
antagónicos- al aula. Tercero, el
mercado y la Reforma lo convierten al educador de oficio en monigote al mutilar sus prerrogativas
disciplinarias.
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